Hace días que septiembre echó a andar. Con él, el ritmo laboral vuelve a intensificarse y las reuniones reaparecen en la agenda con su carga habitual de tareas, objetivos y decisiones. Pero también con algo menos visible: ese momento en el que alguien, antes de abrir el documento compartido o repasar los puntos del orden del día, rompe el hielo con una pregunta:
— “¿Qué tal el verano?”
Puede parecer trivial. Una distracción. Incluso una pérdida de tiempo. Y, sin embargo, esta escena plantea una cuestión tan cotidiana como compleja: ¿tiene cabida hablar de lo personal en el trabajo, especialmente al comenzar una reunión? ¿Es un ruido innecesario que pone en peligro la eficiencia… o una señal de que aún nos queda espacio para reconocernos como personas?
No es una pregunta menor. Tampoco tiene una respuesta única.
Comunicación interna, una base del bienestar
En los últimos años, la comunicación interna ha ganado terreno como una de las claves del bienestar laboral. No solo como canal de información, sino como el tejido que conecta a las personas con los valores, los propósitos y entre sí.
Y sin embargo, uno de los espacios donde más se diluye esa dimensión relacional es precisamente en las reuniones. Un instrumento que, en teoría, debería favorecer la conexión y el trabajo colectivo… y que, en la práctica, muchas veces se percibe como una carga más, un trámite que se sobrelleva sin mucho entusiasmo.
¿Significa esto que las reuniones ya no funcionan? No necesariamente. Pero sí que necesitan revisarse con honestidad: ¿para qué nos reunimos?, ¿cómo lo hacemos?, ¿qué espacio hay —si lo hay— para que ocurra algo significativo?
¿Qué aporta hablar de lo personal en el trabajo?
En culturas laborales marcadas por la prisa y la presión por la eficiencia, cada minuto cuenta. De ahí que hablar de vacaciones, familia o anécdotas personales en una reunión pueda parecer una concesión al tiempo improductivo.
Y sin embargo, muchas veces, son precisamente esos minutos los que facilitan la complicidad, la confianza o la predisposición para colaborar. Sin necesidad de teorías ni estudios, la experiencia cotidiana en equipos lo muestra: una conversación informal puede cambiar el tono de una reunión, abrir una puerta al entendimiento o facilitar una solución que no terminaba de llegar.
Eso no convierte el small talk en una receta universal, ni en una necesidad para todos los equipos. Pero sí sugiere que dejarlo fuera por sistema —en nombre de la eficiencia— puede suponer una pérdida mayor que la de unos minutos.
Reuniones más humanas… pero no menos eficaces
Claro que hay que tener cuidado. Hablar de lo personal en el trabajo no siempre es cómodo ni oportuno. No todas las personas quieren compartir, y no todas las reuniones son espacio para ello. Una publicación reciente en Frontiers in Psychology advertía precisamente que estas charlas, cuando se fuerzan o se integran mal, pueden dispersar la atención o generar sensación de pérdida de foco.
¿La solución? No está en prescribir, sino en leer el momento. La confianza no se impone, se cultiva. Hay reuniones que requieren foco y eficacia, y otras en las que la apertura puede ser la clave para avanzar. Saber cuándo conviene frenar una conversación y cuándo dejarla fluir es también una forma de liderazgo.
No necesitamos más reuniones. Necesitamos mejores
Las reuniones que aportan valor no son las que se hacen por costumbre ni las que repiten lo que ya se podría haber dicho en un mensaje. Son las que están pensadas para que pase algo: para decidir, resolver, crear. Reuniones con un propósito definido, las personas necesarias, y la expectativa clara de avanzar hacia una solución.
Eso también implica diseñarlas con intención. No para llenar el calendario, sino para generar espacios que sirvan al objetivo común. Y, en ese marco, quizá sí tenga sentido dejar algunos minutos para lo humano, lo inesperado, eso que no cabía en la agenda… pero que puede hacer que todo lo demás funcione mejor.
El compromiso se construye en lo cotidiano
Según el último informe de Gallup, solo el 23 % de los trabajadores a nivel global se siente comprometido con su trabajo. No se trata simplemente de estar satisfecho o cómodo. “Comprometido”, en este contexto, significa tener energía, claridad de expectativas y voluntad real de aportar más allá de lo mínimo. Significa implicación emocional y propósito.
Y eso no se logra solo con procesos, métricas o planificación. Se construye en las interacciones del día a día. En cómo nos comunicamos, cómo nos escuchamos, cómo decidimos juntos.
¿Y si la conversación más importante no venía en la agenda?
Al final, reunirse no debería ser un acto mecánico. Ni un trámite. Si ya tenemos todas las respuestas antes de empezar, tal vez no hacía falta citarnos. Pero si algo necesita desbloquearse, repensarse o crearse desde cero, entonces el espacio de reunión tiene valor. Y en ese espacio, a veces, la mejor conversación no es la que traíamos preparada, sino la que nos permite entender mejor al otro, ver un problema desde otro ángulo o incluso cambiar de enfoque.
No se trata de convertir cada reunión en una tertulia. Pero sí de dejar de ver lo humano como un obstáculo para la productividad. Y empezar a considerarlo, sencillamente, como una de sus condiciones.