Uno de los grandes retos en Prevención de Riesgos Laborales (PRL) es lograr que todas las personas se comprometan de verdad con la seguridad. Y ahí es donde la inteligencia emocional marca la diferencia. Pero… ¿En qué consiste exactamente esta habilidad tan valorada por los Departamentos de RR.HH y por qué tiene un impacto directo en las relaciones, el clima laboral y el compromiso con la seguridad? Vamos a verlo.
¿Qué es la inteligencia emocional y por qué importa en el trabajo?
La inteligencia emocional es la capacidad de reconocer, comprender y gestionar nuestras emociones y las de los demás. No se trata de controlar lo que sentimos o fingir que no pasa nada, sino de entender cómo las emociones influyen en nuestras decisiones, nuestras relaciones y nuestra forma de trabajar.
En el entorno laboral, esta habilidad es cada vez más valorada porque permite mejorar la comunicación, prevenir malentendidos, tomar mejores decisiones bajo presión y adaptarse con más facilidad a los cambios. Es una de las llamadas soft skills, pero su impacto es muy concreto y observable en el día a día.
Concretamente, la inteligencia emocional nos permite:
- Reconocer y nombrar lo que sentimos (y lo que otros sienten): por ejemplo, identificar que la irritación de un compañero no es personal, sino fruto del estrés acumulado. O darnos cuenta de que estamos frustrados no por una tarea en sí, sino porque sentimos que no se nos escucha.
- Gestionar el estrés y mantener la calma en momentos difíciles: como cuando se recibe una crítica inesperada, y en lugar de reaccionar de forma defensiva, se toma un momento para procesarla y responder con claridad y respeto.
- Comprender perspectivas distintas a la propia: por ejemplo, entender por qué alguien se resiste a un cambio de proceso, aunque para nosotros sea una mejora evidente. Escuchar y conectar con esa resistencia permite buscar soluciones conjuntas en lugar de generar conflicto.
- Relacionarse de forma constructiva: esto implica saber dar una opinión sin herir, recibir una corrección sin cerrarse, o saber decir “no” de forma asertiva y respetuosa. Es la base de cualquier relación laboral sana y eficaz.
- Motivar e influir sin imponer: como cuando se consigue que un equipo se implique en un proyecto porque siente que su opinión cuenta, no porque se le ha exigido obedecer.
Esto no se traduce en ser la persona más emocional o la más amable, sino en trabajar mejor con otros, tomar decisiones más conscientes y generar relaciones laborales más saludables, incluso en entornos exigentes o bajo presión.
¿Qué papel juega la inteligencia emocional en la PRL?
En prevención, la realidad diaria va mucho más allá de cumplir normativas. Implica persuadir a personas para que cambien hábitos, respeten procedimientos que a veces son vistos como molestos o contraproducentes. Y eso nunca es sencillo.
Pensemos, por ejemplo, en una escena habitual: un técnico de PRL se acerca a un grupo de trabajadores en plena actividad. Es probable que estén concentrados, quizás algo tensos o cansados. En ese contexto, señalar que algo no se está haciendo correctamente, recordar el uso del equipo de protección o advertir sobre una posible sanción puede generar una respuesta defensiva, e incluso rechazo.
Lidiar con equipos que resisten el cambio por inercia, mandos que anteponen la productividad, o entornos en los que no siempre es fácil generar diálogo o colaboración son situaciones que forman parte del día a día de muchos profesionales de la prevención. Y aquí el aspecto técnico no es suficiente. Construir compromiso implica comprender las resistencias y adaptar los mensajes a cada persona y contexto.
¿Se puede entrenar la inteligencia emocional?
Sí. La inteligencia emocional es una competencia que se puede aprender, desarrollar y fortalecer. Como cualquier habilidad, requiere práctica, autoconocimiento y formación específica para entender cómo funcionan las emociones en el trabajo, y aplicar estrategias que nos permitan gestionarlas mejor.
Algunas vías eficaces para entrenarla son:
- Participar en programas de formación en habilidades blandas: bien diseñados, con contenidos aplicables al entorno laboral, y que incluyan práctica y feedback.
- Practicar la escucha activa y la comunicación asertiva, especialmente en conversaciones difíciles.
- Observar nuestras reacciones ante situaciones de presión, para detectar patrones emocionales automáticos (por ejemplo, evitación, agresividad, bloqueo…).
- Desarrollar la empatía: no solo entender al otro, sino conectar con su punto de vista sin perder el propio.
- Aprender a dar y recibir feedback de forma constructiva, sin caer en la crítica destructiva ni en la condescendencia.
Todo esto se entrena. Con intención, con herramientas y, sobre todo, con formación. Invertir en el desarrollo de la inteligencia emocional es una estrategia clave para mejorar el clima, las relaciones y el compromiso dentro de cualquier organización.
Además, la inteligencia emocional tiene algo especialmente valioso: se contagia. Igual que un mal ambiente puede extenderse rápidamente y afectar al clima laboral, una actitud emocionalmente inteligente genera dinámicas positivas: mejora la comunicación, reduce tensiones y facilita la cooperación. Las emociones, las formas de hablar, de escuchar y de resolver desacuerdos se aprenden también por imitación y se propagan en los equipos. Por eso, cuando alguien mejora esta competencia también impacta en los demás.
En definitiva, lograr que la prevención forme parte de la cultura de una organización no depende solo de protocolos o sanciones, sino de cómo las personas se relacionan, se entienden y colaboran entre ellas. Si conseguimos mejorar eso, el resto vendrá con mucha más naturalidad.